¿Puede decirse algo nuevo de «Cien años de soledad»? – Reseña de «El secreto de los Buendía» en RILCE

El secreto de los Buendía, de Sultana Wahnón (Gedisa 2021), es un regalo para los miles de lectores y lectoras apasionados por la que es una de las obras cumbre de la literatura universal: Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. En esta obra (disponible en papel y en ebook aquí), la catedrática de Teoría de la literatura y Literatura comparada de la Universidad de Granada indaga sobre el posible origen judío de la familia Buendía. Para probar su teoría, se sumerge en la forma y el contenido de la novela, su estructura, metáforas y referencias ocultas, haciendo encajar las piezas cual Aureliano Babilonia descifrando los manuscritos de Melquíades.

Javier de Navascués, de la Universidad de Navarra, ha publicado en RILCE (38.2 2022), la prestigiosa Revista de Filología Hispánica, la siguiente reseña:

«Volver a «Cien años de soledad» como texto canónico y estudiarlo como tal (como si fuera la Biblia, incluso) es un acto de rebeldía»

Javier de Navascués

¿Puede decirse algo nuevo de Cien años de soledad? Tal vez para hacerlo sea necesario situarse en un lugar alternativo, un punto que vaya a contracorriente de las actuales tendencias en los estudios literarios. El nuevo libro de Sultana Wahnón elige una perspectiva que conjuga una rigurosa formación teórica con una apuesta apasionada y personal por la novela maestra de García Márquez. El resultado es, como trataré de mostrar, un estudio que acaba descubriendo vías de comprensión desde un punto de partida fuera de lo común por distintos motivos. Algunos de ellos ya los anticipa la propia autora a través de una sugerente introducción en la que establece cuál será el eje central de su lectura de Cien años de soledad: el desciframiento de los manuscritos de
Melquíades como pista que conducirá al desvelamiento de una adivinanza central, a saber, el oculto origen judío de los Buendía. Como ella misma señala, este trabajo representa la culminación de una larga investigación intelectual que ha ido transitando por distintos estratos desde una intuición inicial que relacionaba el mundo hebreo con la novela. Esta intuición, patente en anteriores trabajos de Sultana Wahnón, se ha fortalecido con el tiempo. No se trata de ver juegos literarios más o menos ornamentados en las referencias y alusiones bíblicas, que ya han sido suficientemente bombardeadas por la crítica. Por el contrario, su lectura toma muy en serio las huellas intertextuales que desperdiga la novela aquí y allá, y se enfrenta a los enfoques que, desde Vargas Llosa a Joset, entienden Cien años de soledad desde una óptica desacralizadora. En su lugar, Wahnón coincide parcialmente con el camino interpretativo de ciertos estudiosos (Gullón, Maturo), quienes, por cierto, no vienen gozando de la predilección de los estudios hegemónicos. Así pues, la perspectiva elegida parte de la posibilidad de desvelar sentidos ocultos, no literales, en una aproximación hermenéutica frente a la teoría literaria que afirma la imposibilidad del sentido.

El primer capítulo, “Como en la Biblia”, arranca de la constatación del interés de García Márquez por los textos bíblicos, de modo que se repasan algunos de los motivos más conocidos de su novela: el éxodo, el patriarca y la tierra prometida como elementos que en el primer tramo de la obra reflejan el Antiguo Testamento; y otras escenas que rememoran el sustrato cristiano (la inesquivable Remedios la Bella). Mayor novedad tienen otros comentarios, como la interesante confusión relacionada con el pequeño Aureliano y el Niño Jesús perdido y hallado en el Templo de Jerusalén (52-53) o, aún más, la significación en clave del apocalipsis final, que no es únicamente la destrucción de un mundo sino, como designa el término, una revelación: la de la existencia del libro oculto que es leído y descifrado por Aurelio Babilonia. Esta lectura conduce a un final profético, como cualquier conocedor de Cien años de soledad sabe muy bien.

Conforme avanza, el análisis va creciendo en interés y descubriendo más cartas con inusitada habilidad retórica. Apoyándose en Ricoeur y Kermode, la autora reivindica el carácter finalista de la novela y desmonta un lugar común de la crítica respecto al famoso comienzo. Más que un verdadero génesis, las primeras páginas de Cien años de soledad nos emplazan en un microcosmos en acción cuyo origen en el plano de la fábula está en el segundo capítulo, cuando los Buendía llegan a América, no por casualidad, en el siglo XVI. Ciertas fechas no son aleatorias ni juguetonas, como se ha dado tantas veces a entender. Por el contrario, según va mostrando agudamente Wahnón, nos permiten conectar elementos que pasan inadvertidos en medio de la sucesión vertiginosa de escenas que convoca García Márquez ante su lector. Es lo que dan a conocer las sugerencias de ciertos apellidos, el oficio de tendero del primer Buendía, la crónica endogamia (que no incesto) de los descendientes, o ciertas observaciones rapidísimas, como la ubicación de los colonos Buendía en rancherías indígenas, extraña decisión que se explica por un probable deseo de pasar desapercibidos.

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Así pues, los protagonistas ya están situados en el continente cuando empieza la novela. Si aceptamos, además, que son judíos disimulados dentro de una oculta urdimbre cronológica, la trama empieza en un siglo XIX con una familia criolla y asimilada al cristianismo, como sería de esperar desde el punto de vista histórico. Ahora bien, para revelar “el secreto de los Buendía” se hace imprescindible averiguar algo más acerca de la personalidad del enigmático Melquíades, a quien se dedica el fundamental capítulo cuarto. El juego de referencias veladas que acompaña al personaje (sus conocimientos alquímicos, su asociación con Ámsterdam, Salónica o Portugal, su oficio de feriante, etc.) lo delataría como judío disfrazado. Su adscripción a la etnia gitana no puede ser literal, sino que, como se recuerda oportunamente, “lo que caracteriza a este personaje respecto al resto de los que protagonizan la novela es estar dotado de varias identidades o rostros” (139-40). Comerciante, alquimista, escritor, navegante o gitano son identidades literales a las que se les superpone otra simbólica de fugitivo de la muerte a lo largo de la historia. En efecto, Melquíades asegura haber vivido numerosas catástrofes, todas ellas ligadas, según la estudiosa, a la historia del antisemitismo. En todo caso, su condición criptojudía se aclara cuando se establece que el puñado de indicios que hemos mencionado se corresponde con la figura de Nostradamus, el médico y vidente francés del siglo XVI, de origen judío y autor de un famoso libro de claves proféticas. Las huellas del personaje histórico en el “gitano” Melquíades se muestran de forma impecable en el estudio de Wahnón.

El último capítulo presta atención a la relación de Cien años de soledad con la narrativa modernista europea y norteamericana, aspecto que ya fue fatigado por la crítica en relación con Faulkner, algo menos con Woolf, y poco o nada con Kafka. La autora incide sobre todo en esta última deuda cuya magnitud se demuestra en las declaraciones del propio autor y en sus propios textos. Es importante notar que aquí se vuelve a desarticular otro tópico crítico sobre García Márquez, a saber, el origen iletrado de su estilo narrativo. Incontables veces se nos ha recordado que el escritor colombiano aprendió a contar historias oyendo los cuentos de su abuela. El autor mismo colaboró con entusiasmo en su autorrepresentación de narrador espontáneo, popular y, en definitiva, “mágicorrealista”. Sin embargo, Wahnón extrae cierta reflexión de García Márquez (171-72) para subrayar que su impasibilidad narrativa también tiene una explicación en el ámbito más sofisticado de la narrativa imaginativa del siglo XX. A partir de este y otros indicios se prueba el magisterio del escritor praguense, cuya temprana lectura mostró a García Márquez cómo podía incorporar una sólida técnica narrativa a su mundo interior. Aunque pueda parecer una verdad de Perogrullo, la base literaria que formó a García Márquez como narrador no fue oral sino escrita. A partir de esta constatación, el ensayo se interna en el influjo que la mirada kafkiana ejerció en su labor de escritor. Son de especial interés las páginas dedicadas a las crónicas de viaje por la Europa del este en los años 50. Para García Márquez, Kafka provee una aproximación a la literatura fantástica que se cimenta en la observación de la realidad histórica. De ahí que las situaciones insólitas del sistema soviético le resulten sorprendentemente parecidas a las que conoce en su país natal (183-84). Lo kafkiano une los dos mundos. Además, justamente de ese mismo viaje procede el acercamiento más claro de García Márquez a la cultura judía, ya sea en el gueto de Praga o en los campos de concentración. De hecho, con una exquisita sensibilidad y memoria lectoras el estudio relaciona pequeños elementos vistos en esos lugares con pasajes de Cien años de soledad (186-88).

«Cien años de soledad» sería nada menos que la aportación del sustrato judío a la formación de la historia y la cultura latinoamericanas.

Javier de Navascués

El carácter nuclear de este viaje kafkiano debe, por tanto, ponerse de relieve en el proceso creativo de Cien años de soledad. A la vuelta de Europa, el autor colombiano se habría sentido urgido a volcarse en una literatura de corte realista, debido a los comentarios de un entorno cultural que reclamaba denunciar la situación terrible del periodo de la Violencia. Sin embargo, cuando pudo desentenderse de todo aquello (¿en otro entorno como el de México, tal vez?), habría podido ponerse manos a la obra y fundir lo mágico y lo realista, provisto del lenguaje y de la experiencia sensible de su viaje a la Europa de los progromos y la pesadilla kafkiana. Desembocamos así en el último paralelo que puede sumir al lector en un vértigo interpretativo: así como ciertas metamorfosis kafkianas se han entendido como parábolas premonitorias de la animalización de los judíos del Holocausto, las conversiones zoológicas de Cien años de soledad encubren simbólicamente una historia de persecuciones inquisitoriales. Aquí se llaman a escena elementos de diferente nivel probatorio, desde la escena de la muerte violenta del Judío Errante, cuyo mecanismo sacrificial resulta innegable, hasta otros indicios que, para la autora, no solo son homenajes a Kafka sino que encubren pistas, a mi modo de ver, menos claras.

En este sentido, algunas observaciones parciales pueden ser objeto de discusión si se tiene en cuenta el contexto inmediato del autor, que es ante todo latinoamericano. A veces se trata de pequeños detalles. Así, Drake no pudo atacar Riohacha en 1569 (n. 28), año en el que había actuado de contrabandista pero aún no había iniciado sus piraterías. Según García Márquez, los bombardeos causaron tanto susto en la bisabuela de Úrsula Iguarán que se cayó sentada en un fogón encendido, dejándola inválida el resto de su vida. Desde la lectura en clave de Wahnón, el trauma del fuego aludiría a los tormentos que ya se daban entonces a los judíos, por lo que las referencias a los “piratas” esconderían, en realidad, a los inquisidores. Sin embargo, hay otra referencia a Drake en la novela: se dice que sus piratas se divertían cazando caimanes a cañonazos y remendándolos después de paja para enviárselos de regalo a la reina Isabel. Para ser consistente, la ecuación hermética entre inquisidores y piratas debería funcionar también en otros lugares del relato. Como la mención a la caza de caimanes no se analiza, cabe pensar razonablemente que el miedo al fuego de la antepasada de Úrsula Iguarán no sea una alusión elíptica a los autos de fe que ya se daban a mediados del siglo XVI, sino real y exactamente lo que dice el texto: es decir, una mención al ataque a sangre y fuego por parte de los corsarios ingleses realizado en 1596. Asimismo, es muy matizable la “originalidad” sin adjetivos del realismo mágico de Cien años de soledad (64), a la vista de otros textos que lo anticipan, incluso en el mismo México donde se gestó. Basta pensar en Los recuerdos del porvenir (1963) de Elena Garro o, por supuesto, en el mismo Rulfo. Mayores problemas tiene la confrontación con el modernismo europeo para tratar de explicar que el apocalipsis final puede conectarse con la mentalidad de entreguerras. Es complejo establecer ecuaciones demasiado rígidas entre los grandes sucesos históricos y las formas narrativas, sobre todo cuando, en este caso, el entorno latinoamericano es más determinante que el europeo. La narrativa apocalíptica de García Márquez, que tan lúcidamente relaciona Wahnón con el tiempo bíblico, se explicaría mejor, no desde la lejana Segunda Guerra Mundial, sino por el bogotazo del 48 y sus aterradoras consecuencias, o incluso, con el globalizado miedo de la Guerra fría de los años 60. Por último, en un análisis de tanto vuelo se echa en falta, en ocasiones, un acercamiento más sostenido al autor empírico y su conocimiento del mundo judío. Algunas interpretaciones parecen reclamar puntualmente más apoyo en el telar del escritor, en sus informaciones e inquietudes. De hecho, el estudio se apoya de forma consistente en testimonios del escritor colombiano cuando necesita consolidar alguna afirmación, como el modelado de Melquíades a partir de Nostradamus (155), o si se trata de destacar el papel formativo que tuvieron sus lecturas de Kafka y Woolf frente a las de Faulkner (170 y ss.). Ahora bien, precisamente por esta razón pueden formularse preguntas que atañen a otros puntos del estudio. ¿Conocía García Márquez tan a fondo la sociología de los inmigrantes judíos como para articular los caracteres opuestos de sus dos sagas familiares, los José Arcadios y los Aurelianos, sobre la base histórica de la que dispone la estudiosa? ¿Qué le llevaría, en medio de un contexto latinoamericano que tiende a ignorar las raíces judías de su propia historia, a plantear una novela de estas características? ¿Cuánta era su familiaridad personal con la cultura y la historia del pueblo judío más allá de Kafka? Es verdad que se recuerdan sus crónicas de viaje por Europa oriental y el impacto que la visita a Auschwitz produjo en el autor. Pero cabe cuestionarse si esta experiencia de unos meses dejó una huella tan profunda como para componer una novela solo desde estas claves y ocultarlas después de forma sistemática a lo largo de décadas. En el fondo, estas cuestiones nos devuelven al debatido problema del desfase entre lo que sabemos de la experiencia del autor real y los significados que emergen del texto.

Todas estas dudas no son ningún obstáculo para que la lectura de Wahnón suponga un paso extraordinario en nuestra comprensión de la novela desde bases críticas que ahora se ven claramente renovadas. No solo refuta tópicos asimilados por la máquina perezosa de cierta crítica, sino que arroja luz inesperada sobre episodios y personajes fundamentales. En realidad, sus claves interpretativas están lejos de la universalidad un tanto etérea de Gullón o del esoterismo alquímico de Maturo. Su análisis converge, a mi modo de ver, con una línea crucial en Cien años de soledad: convertirse en una alegoría nacional o continental de América Latina. Cien años de soledad sería nada menos que la aportación del sustrato judío a la formación de la historia y la cultura latinoamericanas. El análisis textual tiene una considerable fuerza de convicción, más allá de las objeciones parciales que se le puedan hacer y de que su interpretación global, en mi opinión, no anula otras lecturas, sino que las enriquece de la misma manera que los significados se añaden unos a otros desde la semiótica de Lotman.

Otro asunto fundamental, como es el tratamiento del tiempo narrativo, se resuelve de forma especialmente perspicaz en un capítulo (“La trama”) que asiste a la argumentación central del libro, pero que también puede leerse de forma independiente. Frente a la conocida tesis de la circularidad temporal de Cien años de soledad, se propone la explicación de una doble trama, una lineal y otra atemporal, cuyas líneas se superponen una a la otra. Así, tan importante es la dimensión lineal y finalista, que se asimila al tratamiento del tiempo en la Biblia, como otra que ocurre saltándose la linealidad mediante los anacronismos y simetrías que tantas veces se han asociado a una concepción circular y fatalista de la realidad. Como todo estudio relevante, el de Sultana Wahnón recupera los temas centrales del texto y los cuestiona, planteando nuevos problemas sobre los que volver a él.

Al comienzo de la reseña observaba que este ensayo se postula como una alternativa a ciertas corrientes hegemónicas de la crítica latinoamericanista. Esta situación, a mi modo de ver, no solo se apoya en su punto de partida hermenéutico, sino también en la elección del mismo objeto de estudio. Volver a Cien años de soledad como texto canónico y estudiarlo como tal (como si fuera la Biblia, incluso) es un acto de rebeldía frente al caos multiplicador que inunda publicaciones y programas de congresos con estudios adocenados sobre autores y autoras actuales que solapan la complejidad intelectual en favor de la agenda política. En su lugar, Wahnón ofrece una lectura ágil y fresca, propia del ensayo, que combina la sagacidad analítica con el conocimiento profundo del hecho literario. La extracción de claves ocultas como las que aquí se señalan proclama la capacidad de un gran texto para generar significaciones que van más allá de la mostrenca literalidad. En tiempos de escepticismo y desánimo crítico, este libro bello e importante manifiesta la vitalidad del estudio humanista de la literatura.

Javier de Navascués
Universidad de Navarra

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