El filósofo Gerard Vilar, presidente de la Sociedad Española de Estética y Teoría de las Artes desde 2017, firma la novedad de la colección Pensamiento Político Posfundacional Jean-François Lyotard: Estética y política. Ya disponible en librerías de España y en ebook, la obra recoge «el esfuerzo sostenido» del filósofo francés, conocido por su formulación del posmodernismo, «por pensar el arte, la política y la estética conjuntamente» –en palabras de Laura Llevadot, directora de la colección y autora del prólogo, que compartimos en este artículo:

Todo arte es político, y el espectáculo también, por Laura Llevadot
¿Cuál es la diferencia entre Shoah (1985) de Claude Lanzmann y La lista de Schindler (1993) de Steven Spielberg? La respuesta a esta simple pregunta debería agitar todos los criterios que, conscientes o no, nos hacen disfrutar o desaprobar un film, una obra de teatro, un libro o cualquier otro producto cultural. ¿Por qué nos gusta la película Roma (Cuarón, 2018)? ¿Por qué parece haber un consenso generalizado cuando algún producto cultural, que no pretende ser arte de masas, llega sin embargo a tanta gente hasta hacernos sentir que, ahora sí, nos encontramos frente una obra a la altura de nuestros tiempos? Menospreciamos lo que sentimos, lo que nos pasa, lo que pensamos y lo que somos cuando vemos un film. Creemos que solamente nos distraemos o bien que consumimos cultura y al terminar volvemos a nuestras vidas como si no hubiera pasado nada. Decidimos si alguna cosa nos ha gustado o no, si ha sido una buena velada, entretenida y amable, y olvidamos que en el acto mismo de sentir y juzgar somos nosotros quienes nos hemos revelado, quienes hemos desplegado una parte de nosotros mismos que de otra forma no hubiera aflorado.
En el juicio estético se atestigua parte de lo que somos, de cómo somos, de lo que querríamos ser. Es por eso que el juicio estético es también político. Tanto en la obra misma como en el sentir y el pensar del espectador se pone en marcha una política. A menudo, sin embargo, esta política ya está preformada. Sentimos aquello que se espera que sintamos. Demasiadas veces una obra está hecha para redundar en una forma de sentir y de pensar políticamente prefigurada, de acuerdo con la lógica que gobierna el mundo. «Cada vez que voy al cine salgo, con plena conciencia,
más estúpido y peor», confesaba Adorno, y con eso evidenciaba cuán políticos son todos los productos culturales, especialmente los más banales.
Jean-François Lyotard nos habla justamente de esto, del juicio, del consenso y de aquello que difiere respecto al consenso: el diferendo. Nos habla de la carencia de reglas para juzgar, tanto la obra de arte como la política y, al mismo tiempo, de la necesidad imperiosa de hacerlo porque nos jugamos aquello que somos o que querríamos ser. Si lo político no se reduce a la política, si nuestra forma de subjetivarnos, de decirnos y sentirnos a nosotros mismos, es también política, tal y como nos enseñó Foucault, entonces en aquello que denominamos experiencia estética se evidencia nuestra forma de tomar posición, de relacionarnos con nosotros mismos, con los otros y con el sentido o la falta de sentido de nuestras vidas. Y esto pasa precisamente porque no hay reglas universales para juzgar; entonces debemos hacer el esfuerzo de pensar o bien de ceder a la indolencia y dejar que la lógica imperante piense por nosotros y hable por nuestras bocas yermas de ideas. Hace un tiempo no muy lejano algunos denominaban, a esto último, ideología. Para evitar la carga metafísica de este término, Lyotard prefiere hablar de consenso, de ese discurso que tiende a suprimir todas las diferencias y a imponer una única manera de pensar y de sentir. Si Lyotard puede ser considerado posfundacional o más bien antifundacionalista —como defiende Gerard Vilar en este libro ágil y preciso— es porque rechaza de pleno cualquier principio normativo, teleológico y fundamental, que permitiera conducir nuestros juicios y otorgarles estatuto de verdad. Pero que no haya verdad ni reglas normativas para juzgar no quiere decir que no haya criterios. El criterio es la justicia. Justicia con aquello que difiere, que no se puede confinar, abarcar en las lógicas del presente y, sobre todo, con aquello que no se deja representar.

Se malentiende a Lyotard cuando se le vincula sin más ni más a la posmodernidad. Es cierto que él hizo el diagnóstico de ésta y que eso de la posverdad, que ahora está tan de moda y parece la gran novedad, ya fue anunciado y sistematizado por Lyotard a finales de los años setenta. Lo que nos decía entonces es que la verdad había dejado de funcionar como telos en todos los ámbitos del conocimiento. Que el conocimiento, los discursos, la mayor parte de los productos culturales e incluso la educación, se regían por el criterio de la productividad y el beneficio (os sonará eso de la «producción de conocimiento») y no por el de la verdad, y que justamente este principio de productividad excluía cualquier elaboración que no encontrara su rendimiento inmediato. Es a este tipo de productos paralógicos —porque desafían la lógica dominante de la rentabilidad, porque no se dejan representar dentro del marco del discurso vigente— al que pertenecen esas obras a las que, por un mal hábito adquirido en la modernidad, seguimos llamando arte. Para Lyotard, el arte es aquello que resiste. Como la filosofía, como la escritura, el arte es en sí mismo una micropolítica que cuestiona la política vigente. Adorno decía que la obra de arte es política por el solo hecho de ser arte, sin que le haga falta ningún posicionamiento ni ninguna temática política expresa por su parte, ya que, al alterar el orden discursivo por su mismo modo de composición, la obra contesta y resiste. De la misma manera, la mercancía, el espectáculo, el producto cultural bello que redunda en el sentido consensuado y nos deja satisfechos, es también político. Político, porque atenta contra la justicia y nos hace más estúpidos y peores.
Sin embargo, no se trata de establecer una línea divisoria entre arte y espectáculo. Hoy en día sus fronteras son cada vez más fluctuantes y difusas. El arte, si es que lo ha habido jamás, ha devenido un producto museístico para turistas o para el goce de las élites, y la mercancía de masas cada vez tiene más pretensiones estéticas. Roma sería aquí un buen ejemplo. Ampulosos planos secuencia, blanco y negro totalmente plano, luminosidad de pantalla electrónica, estetización de la pobreza y de la explotación, discurso pseudofeminista para endulzar una diferencia social inigualable… no hacen de una creación cultural espectacular un espacio de resistencia, un diferendo. Para que pase algo, para que la obra modifique nuestro sentir y nos haga un poco mejores, hace falta que ésta se enfrente a lo irrepresentable, a aquello que no tiene cabida en nuestro lenguaje consensuado y estandarizado. Es esta la distancia que separa Shoah de La lista de Schindler, del mismo modo que la podríamos encontrar entre las fotografías de la gran depresión de Walker Evans y las estilizadas fotografías de Salgado, más propias de un National Geographic. El dolor, la injusticia, el trauma, no pueden ser representados. Por eso Lanzmann, en Shoah, renuncia a hacer uso de cualquier imagen documental de Auschwitz y se limita a presentarnos rostros de testigos que hablan, lloran, tartamudean o callan, incapaces de decir lo indecible. Todo lo contrario que Spielberg, que en su film se consagra a construir la narrativa de aquel empresario bueno que salvó tantas vidas. La visibilidad, la belleza de la representación totalizadora a la que no se le escapa nada, tienen una función política: procurarnos placer y reconciliarnos con lo irreconciliable. La resistencia a la belleza
que consuela y armoniza, a la que nos hace sentir tan satisfechos después de haber consumido un producto cultural de altura, pasa por mostrar el fracaso de la representación en la propia representación, para representar la derrota de la representación cuando ésta se atribuye la tarea de atestiguar la injusticia.

Nos faltan criterios. Vivimos tiempos de visibilidad luminosa y totalizadora, de estetización y espectacularización que, a través de un discurso humanista y benévolo del todo plano, pretende hacerse cargo de un dolor que por poco que lo hubiésemos mirado de cara nos habría hecho enmudecer en lugar de inspirarnos a la creación. Es por eso que hay que leer, y leer de
nuevo a Lyotard. En el libro que tenéis en las manos, Gerard Vilar, gran conocedor de la estética y de la filosofía contemporánea, nos ofrece un recorrido pautado por la obra de este pensador que quiso hacer de la diferencia una llamada a la justicia política y estética, si es que no habían ido juntas siempre. No echaréis de menos las críticas, las revisiones o las discusiones con otros autores, como Rancière. Pero más allá de la consistencia discursiva que Lyotard haya conseguido sostener en su obra, de él heredamos una exigencia. Como espectadores, la necesidad de elaborar un juicio que no se conforme con el discurso consensuado y la autocomplacencia. A los creadores, la exigencia de no espectacularizar ni querer representarlo todo, de respetar y afrontar lo irrepresentable.
Éste es un país mediano, quizás por eso no existe apenas la crítica. No hay crítica de arte, ni de teatro, ni de cine, ni de literatura, ni de filosofía. Si uno lee la prensa todo lo que se nos ofrece parece estar bien, nadie osa emprender la crítica de nuestros productos culturales. Saldríamos heridos, quizás. Y sin embargo, sospechamos que seríamos capaces de presenciar una obra de Shakespeare sin interludios musicales, de asistir a una representación de Ionesco o de Chéjov sin luminosas proyecciones, que nuestra sensibilidad está preparada para aceptar que la creación es difícil y que no hace falta endulzarla con música melódica y ágiles bailarines. Esta colección de pensamiento político posfundacional querría también contribuir a esto, a que sintamos la necesidad de elaborar un juicio estético que es también político porque en ello nos va nuestro modo de vivir y sentir. Ojalá este pequeño libro de Gerard Vilar —que recorre con cuidado el afán de Lyotard sostenido durante toda una vida, el esfuerzo por pensar el arte, la política y la estética conjuntamente— nos ayude a salir del cine, del teatro o de un libro un poco menos estúpidos y un poco mejores.
Laura Llevadot

Gerard Vilar hizo estudios de filosofía en Barcelona, en Frankfurt y en Constanza. Fue becario DAAD y Humboldt con J. Habermas y A. Honneth. Tuvo su primer puesto docente en el departamento de teoría y composición de la ETS de Arquitectura de Barcelona. Actualmente es Catedrático de Estética y Teoría de las Artes en el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona, del que ha sido director.
Ha sido profesor invitado en universidades de Alemania, Estados Unidos, Reino Unido y México. Interesado siempre por las relaciones entre la estética, la ética y la política, sus últimos libros son La razón insatisfecha (1999), El desorden estético (2000), Las razones del arte (2005), Desartización (2010), Precariedad, estética y política (2017), Disturbios de la Razón. La investigación artística (2021) y El arte contemporáneo como investigación (2021). Es coordinador del Máster Universitario en Investigación en Arte y Diseño de Eina/UAB. Ha dirigido numerosos proyectos de investigación competitivos y actualmente investiga en formas modales de investigación artística. Desde 2017 es presidente de la Sociedad Española de Estética y Teoría de las Artes.
Laura Llevadot es profesora de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y coordinadora del Máster en Pensamiento Contemporáneo y Tradición Clásica (UB). Fue la impulsora del festival de filosofía «Barcelona Pensa». Ha sido investigadora de la Universidad de Copenhague, en la Howard and Edna Hong Kierkegaard Library (Minneapolis, EE. UU.), y en la Universidad de París 8. Es también investigadora asociada del Laboratoire d’études et de Recherches sur les Logiques Contemporaines de la Philosophie (Universidad de París 8). Entre sus publicaciones destacan, además de varios artículos especializados sobre Kierkegaard, Deleuze y Derrida: Kierkegaard trough Derrida: Towards a Post Metaphysical Ethics (The Davies Group, 2013), La philosophie seconde de Kierkegaard (L’Harmattan, 2012), Filosofías post-metafísicas: 20 años de filosofía francesa contemporánea (UOC, 2012); Interpretando Antígona (UOC, 2015); Barcelone pense-t-elle en français? La lisibilité de la philosophie française contemporaine (Paris, 2016).
- Esta colección reúne una línea de pensamiento político contemporáneo que ha recibido el nombre de posfundacional. Con esta denominación, se indica la voluntad de plantear la problemática de lo político más allá de la política clásica, de mostrar la falta de fundamento de las democracias liberales representativas y de invertir, en definitiva, el fundamento mítico del pensamiento político moderno. Los autores y las cuestiones que recuperamos y promovemos en esta original colección son necesarios para comprender los movimientos ciudadanos y los conflictos que impugnan la manera tradicional de hacer y pensar la política en la actualidad.